Cuando se trataba de entrar en una casa que había estado tanto tiempo deshabitada, nos asaltaba la idea de encontrar algún tesoro oculto bajo una capa de polvo y telarañas.
Quizás, en el momento de demoler las paredes, escucharíamos el sonido metálico de una caja fuerte, una olla repleta con monedas de oro o, quién sabe, una caja con munición que podría hacernos saltar por los aires al ser golpeadas por el pico.
Anécdotas como ésta ocultaban tras un manto de fina seda el rudo trabajo de peonada en las obras. A mi paso por ellas, durante el transcurso de un año entero y dos veranos más, ayudé a varios oficiales a reparar tejados y chimeneas, cocinas y baños en edificios del casco viejo de la villa. Había verdaderas ayalgas de objetos que hoy algunos tendrían, cuando menos, valor de coleccionista.
Desde una navaja barbera alemana, con las cachas nacaradas bajo las tejas de la casa de Consuelo González Romano, prima carnal de mi padre, que había contratado para restaurar al coritu Froilán García, situada en el barrio de "La Carúa" de Pancar.
_¡Una “Solingen”!, _exclamó Luis, "Madrid" cuando le mostré mi hallazgo, que esperaba sentado al sol sobre las tejas, a que yo le izara la pasta que subía desde la pequeña campera de junto a la casa donde había preparado el mortero. Al sujetarme en una de las vigas para balancear la pesada carga, mi mano empujó un objeto que cayó al piso de madera.
Una tal que aquélla usaba mi abuelo y para evitar que yo de niño la cogiera, la guardaba en alto fuera de mi alcance.
Pasé la mano a lo largo de toda la viga y entre el polvo y hollín encontré también el asentador. Ambos útiles aún los conservo, la navaja barbera, por tener la hoja gastada de tantos vaciados, convertida en gubia.
Otro de los hallazgos, y del que mayor recuerdo visual me queda, es una caja negra, cubierta de polvo y telarañas, en el ángulo más oscuro del desván, de cierres metálicos que se resistieron a mi curiosidad. A la sazón, Froilán nos había mandado esta vez a reparar la techumbre de la familia Pedregal enfrente de la librería "Joaquina". Cuando pude doblegar la resistencia de la herrumbre, consintió en mostrarme, en su nicho aterciopelado rojo, un hermoso violín. El fiel arco estaba sujeto por la tarabica al estrecho nicho; su melena de crines se convirtió en polvo, cual momia profanada por un inexperto arqueólogo, cuando lo liberé de su prisión.
Le hubiera dedicado solemnemente aquellos versos de Bécquer, como obligado ceremonial, qué él dedicó al arpa abandonada:
«¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!»
Aunque entonces ya conocía estas rimas de las clases en el instituto, sólo imaginé a alguien de la casa que hubiese tañido aquel violín y repasé todas las posibles razones para que ahora estuviese allí abandonado. Cada vez que subía y bajaba con los materiales desde el portal al tejado, le echaba una clara mirada de deseo poco contenido. Pero pudo más en mí la conciencia y el respeto, aunque siempre pensé si no acabaría en otras manos o, como otras antigüedades, en el basurero de "El Cristo". No recuerdo el nombre que, en letras góticas, figuraba escrito sobre una etiqueta dentro del fondo de la caja de resonancia.
«¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga “Levántate y anda»!” »
Pudiera ser el recuerdo de ese hallazgo lo que me hizo animar a mi hijo, bastantes años después, a que asistiera a las clases que el vigulinista Lisardo Prieto, impartía en las aulas abiertas por el “Llacín" de Porrúa. Ciertamente, gracias a ello, hoy puedo escuchar los dulces acordes de un violín en la casa, quizás también por ese afán que ponemos los padres en que los hijos tengan lo que a nosotros nos fue imposible conseguir.
Estando en una obra cercana a la capilla de la Magdalena, dentro de un hueco de la pared que estábamos tirando, encontré, tal como me imaginé en un principio, un viejo pistolón de avancarga. No me dio mucho tiempo a examinarlo porque el encargado, que se encontraba abajo, me llamó para no sé qué recado. Ya lo haría detenidamente, en casa.
Oculto el hallazgo en el bolsillo del pantalón, salí a la plazoleta donde ya teníamos una hormigonera y, al pie suyo, lo guardé bajo unos sacos vacíos de papel en los que venía el cemento. No vi mejor sitio para dejar la ayalga escondida hasta que fuese la hora de la salida. Debí de mirar más por si alguien me observaba desde los balcones de las casas vecinas o del cercano "Bodegón de Culetu". Era sábado y a eso de las dos, debíamos acudir, como todos los finales de semana, a la obra principal que la empresa "Vallina" tenía en el barrio "La Moría" en cuya oficina, Toribio, el listero, nos hacía entrega del sobre semanal con la paga.
Me lavé como pude la piel hollinada y salí a la Calle Mayor en la bicicleta a todo pedal para no tener que hacer una larga cola ante la oficina del pago. Una vez con el sobre en mi poder, salí directamente de los bajos de la edificación y tomé una caleya que salía hasta la playa de "El Sablín" y bordeando todo el muelle de "La Dársena", y el muelle por delante mismo de la obra salí al puente sin acordarme para nada del trabuco. Ya en casa, cuando lo recordé me dije que lo recogería al día siguiente, domingo, cuando bajase al cine.
No me imaginé que alguien diese con el escondrijo, al lado de la acacia, tapado con unos sacos mojados y sucios de cemento. Como era temprano aún para el comienzo de la película, me llegué con mis amigos. Cuando me acerqué observé que los sacos habían desaparecido y con ellos toda esperanza de recuperar la pistola.
Andados los años, tuve una charla con uno de los compañeros de aquel momento. Yo ya daba clases y él, para completar los años que le faltaban para cotizar para la jubilación, había conseguido una plaza de conserje en el Centro de FP. Me habló entre otros recuerdos, de las monedas que se habían encontrado en la obra demolida por nosotros. Por supuesto, yo no estaba al tanto de tal cosa. Tuvo que haber sido en una semana que había ido a trabajar en el "Brau", donde la empresa preparaba el espacio para la instalación del nuevo camping.
Se decía, sin ningún tipo de pruebas, que otros hallazgos de más valor que el mío habían ayudado a los dueños de la casa de la Madalena a financiarla.
Años después, al rebuscar entre las tablas del fondo de unos baúles tirados en el punto limpio de la "Cuesta El Cristo" en La Portilla, de la reforma de otro edificio en el que había tenido abierto al público una humilde tienda en la plazuela del "Cotiellu", se encontraron objetos de gran valor, a decir de la gente.
Después de unas semanas que se tardó en derruir el edificio en el que trabajaba, vino una pala, de gran tamaño y potencia a terminar la labor con la parte baja del edificio, al sur donde la Casa antigua tenía los bajos y cimientos sobre roca viva, alguna vez lamida por las aguas del mar y del Carrocedo.
Los acerados dientes del cazo sólo arrancaban esquirlas de las piedras que se resistían a ceder tanto como lo habían hecho a nuestros humildes zapapicos. Las veinticinco pesetas que nos pagaban por la peligrosidad del trabajo la redujeron de nuevo a las dieciocho por hora. Un lunes, a media mañana, llegó tirado por un camión el compresor “Ibérica” que Julián Amieva Sánchez usaba para la cantera de Santa Marina. Yo había aprendido a arrancarlo, de tantas veces como lo había visto, y conocía además todos los preparativos antes de ponerlo en marcha. Después de retirar las pesadas chapas sujetas por el candado, comprobaba el estado del depósito del combustible y la apertura de la llave de paso y filtro, en primer lugar. Miraba que las llaves del calderín de aire estuviesen en su posición abierta. Comprobaba que la maneta de compresión estuviese abierta si no quería salir por los aires al
darle a la manivela de arranque y para volver a cerrarla antes de que parase de girar el eje del motor. Después de varios intentos, una vez calentado el gasoil, aquel ingenio, como si fuera un empedernido fumador, expelía una bocana de humo negro por su nariz y comenzaba a llenar el ambiente de la ría de su bronco y molesto ruido.
Como el coste para la empresa de la obra por día del compresor era de mil pesetas, optaron aumentar a once horas la jornada laboral obligatoria, para lo que instalaron potentes focos. Sin tener en cuenta para nada los derechos de los obreros que se saltaban a la torera algunas empresas del ramo.
Para tener que pelear once horas con el martillo de barrenar, decidí pedir trabajo de nuevo en la cantera de "AMIEVA", que iniciaba los trabajos de las bases para las dos columnas metálicas que cruzaban la ría desde San Antón a La Moría y con los que haría a continuación toda la zanja para el cableado hasta la obra del Edificio Santa Mª de Ordás de la empresa "FEIGON". Tanto en una como en otra empresa estaba estipulado para los peones el salario de veinticinco pesetas a la hora y la jornada obligada de ocho.
Fue en esa situación laboral que trabajando delante del "Bar Rocamar", varios profesores que allí me vieron se pararon para saludarme y todos sin excepción me animaron a sacar adelante la prueba de la Reválida que me había quedado estancada iba ya a cumplirse el año.
Creo que fue la mejor de las Ayalgas que había encontrado hasta entonces y que tantas cosas buenas trajo aparejadas.